«La patente»: Secretos de las coimas de las empresas de colectivos

«La patente». Esa era la clave que durante años usaron los empresarios de colectivos de la Argentina para referirse al pago que, mes a mes y durante años, realizaron a Ricardo Jaime para que luego este derivara a Néstor Kirchner. La coima tiene sus códigos; «la patente» era uno de ellos.

Algo ya fue dicho en la causa de los cuadernos cuando Aldo Roggio, el exnúmero uno de Benito Roggio, a su vez dueño de la compañía Metrovías, se refirió a la devolución del 5% de los subsidios que recibían. Fue entonces cuando se abrió en el expediente el capítulo transporte, que, por ahora, no avanzó. Luego se sumó Gabriel Romero, del Grupo Emepa, controlante de la hidrovía del río Paraná y concesionario de Ferrovías, que aceptó ante el fiscal haber pagado 600.000 dólares para que se firmara un decreto.

Pero los silencios no son tan pétreos como lo fueron y hay varios que ya cuentan, y amenazan con relatarlo en Comodoro Py, la parte que todavía la Justicia no sabe sobre cómo iban, pero sobre todo cómo venían, grandes porcentajes de dinero que se utilizaban para subsidiar el transporte colectivo de toda la Argentina.

Cuando Ricardo Jaime llegó a Buenos Aires se alojó en un hotel sindical ubicado en pleno centro. El Momo Venegas, histórico dirigente de la Uatre, el gremio de los trabajadores rurales, fue el encargado de ser el anfitrión del funcionario cordobés. Desde entonces Jaime no paró de crecer en poder, dinero e influencias. Aquellos días se apoyó en un par de empresarios del transporte, quienes le enseñaron el abecé del sector.

Jaime fue un buen alumno y aprendió rápido. Al poco tiempo, aquella caja que salía de la Nación y que se repartía entre los colectiveros de la Argentina de acuerdo con una declaración jurada que ellos mismos hacían le empezó a dar dividendos a la estructura que manejaba Néstor Kirchner.

Uno de los transportistas que hicieron de maestros del recién llegado le puso algunas condiciones al entonces secretario de Transporte. «A mí no me vas a tarifar», le dijo. Le ofreció, en cambio, poner un intermediario. «Si querés, te pongo a alguien y vos arregla con él», finalizó. Surgieron así un par de cámaras que agrupaban a ciertas empresas. Las más grandes, que nunca se llevaron del todo bien, se dividieron en, al menos, dos entidades de dueños de empresas de transportes locales y dos de larga distancia. Esos dirigentes recolectaban el dinero de sus asociados. Así nació «la patente», que era el porcentaje que los empresarios le daban a Jaime. No quedaba todo ahí. Como se puede ver en las pruebas colectadas en la causa de los cuadernos y en una veintena de testimonios, la estructura era absolutamente piramidal. Todo fluía hacia arriba.

Por estos días, Jaime, detenido en Ezeiza y a punto de empezar seis juicios orales simultáneos, a partir del 2 de octubre, se sorprende con los montos y los porcentajes que reconocen los empresarios que pagaban. Hace memoria y repite que los retornos estaban más cerca del 25 que del 5%, y los montos, especialmente el que reconoció Romero, dueño de la hidrovía, que dijo haber pagado $600.000 por un decreto, no son los que sinceraron los empresarios. Cuestión de ceros que se ocultaron.

No está clara su estrategia -ha cambiado varias veces de abogado en los últimos meses-, pero parte de estos dichos podrían empezar a ventilarse en el juicio que se inicia el 2 de octubre.

Pero «la patente» bien podría alimentar otra causa que, para desgracia de los colectiveros, también tiene el juez Claudio Bonadio.

Hace varios años, cuando Florencio Randazzo se hizo cargo del Ministerio de Transporte y salió de la órbita de Julio De Vido, se tomó una decisión básica, pero a su vez tremendamente polémica. El ministro decidió que se empezaran a calcular los subsidios ya no con la declaración jurada de los empresarios, sino con los datos que a diario colectaba la máquina que cobra el boleto SUBE, que tiene, a su vez, un GPS. La primera lectura de las pantallas comparada con las últimas declaraciones juradas fue un escándalo. La diferencia entre lo que declaraban los transportistas y lo que efectivamente recorrían con sus colectivos era abismal.

Por lo tanto, el cálculo del gasoil que se les entregaba subsidiado también estaba sobreestimado. Hubo largas negociaciones. Los dueños de los colectivos sostenían que las lecturas de los GPS no eran precisas. Argumentaban, por ejemplo, que la señal se perdía cuando el colectivo pasaba por debajo de los árboles y que ese movimiento no quedaba registrado. Negociaron que al registro final se le iba a sumar un porcentaje por esa pérdida de satélite y, luego, les entregaron algo más de kilómetros sin registro que, según los colectiveros, son los que el ómnibus recorre antes de ingresar al servicio.

Así y todo fue un escándalo, tanto que se inició una causa penal por aquella diferencia. Bonadio imputó a alrededor de 140 empresarios, que pasaron por su juzgado a prestar declaración indagatoria. Ninguno se quebró; nadie reconoció haber pagado coimas y, por supuesto, no hubo rastros judiciales de «la patente». Pero los tiempos son otros y las cofradías de silencio se aniquilaron con el ruido de las confesiones. Ahora hay varios que andan por los pasillos de los tribunales enviando sus abogados para ver si la historia de «la patente», de aquellas coimas que devolvían en una ventanilla por los subsidios que cobraban en la de al lado, puede salir a la luz.

 

Fuente:

La Nación

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